Éstas son las tres cualidades principales y definitorias del agua, H2O, la molécula que nos da la vida y, en ocasiones, también nos la quita. Un líquido con unas características que lo hacen inevitable para nuestra supervivencia desde que el hombre es hombre.
Pero, ¿y si el ser humano al que hidrata el agua también fuera incoloro, inodoro e insípido? ¿Y si nuestra sociedad nos hubiera arrastrado hasta esa condición de no poseer color alguno, ni olor, ni sabor?
Partiendo de esta premisa pretendemos mostrar a través de nuestra acción a un hombre, como símbolo de nuestra sociedad, confinado en un cubo imaginario del cual sólo vemos sus límites marcados con tiza en el suelo. Dicho cubo representa la prisión-refugio de un hombre desdoblado. Al sonido de una sirena el hombre hace su aparición vestido con un traje de corbata, asociado al trabajo, al estatus y a las costumbres.
Cuando entra en el cubo se desprende de él y de todo lo que simboliza, dejando patente la brecha entre el exterior y el interior, entre lo público y lo privado. Fuera es lo que aparenta, un traje vestido de hombre, arquetipo vigente de la norma y el éxito social; dentro, despojado del traje, vuelve a ser un humano pero no hay libertad en el acto de desnudarse: pasa de una prisión social (representada por el traje) a una individual (el cubo imaginario). El espacio personal nos delimita como individuos pero también nos limita.
El segundo elemento lo constituye el agua, tan necesaria para la vida, se convierte en todos aquellos golpes que recibimos a diario y nos erosionan poco a poco. Todas aquellas cosas materiales (o no) que van calando en nuestra cotidianidad más inmediata, hasta hacer peligrar la propia existencia. El agua moja pero no purifica, baña pero no limpia.
En el exterior el personaje posee el poder que le proporciona el traje y que se traduce en el trato que éste despierta en los demás, respetabilidad y contención. En el interior es despojado del poder icónico del traje para pasar a los objetos tangibles que configuran su realidad más íntima. A falta de consideraciones más profundas, nos enamoramos de los objetos y de lo que éstos pueden hacer por nosotros. Así, dentro del cubo, el hombre tiene una serie de cosas que tratan de satisfacer a un yo más básico, menos comedido.
Para empezar hay una confortable silla que permite relajarse después de un largo día de trabajo, pero que también podría ser el asiento de alguien sin oficio ni beneficio. Hay comida y bebida, que no sólo satisfacen una necesidad, sino que constituyen un placer para los sentidos. Representando al ocio encontramos una baraja de cartas, las cuales se convierten en un juego solitario. Las estampas religiosas, otrora refugio de papel de una caduca fe, han perdido todo componente mágico para convertirse en el vestigio de una tradición ajena, sin esperanzas de volver a hacerla propia. La autosuficiencia del individuo llega hasta el sexo, representado por las revistas pornográficas, un hedonismo vivido en soledad. Y por último una pecera, réplica del cubo, en dónde al auténtico ser vivo, un pez, le pasa igual que al hombre: para seguir respirando no le hace falta más que comida y agua limpia, un agua que no libera sólo empapa.
Representado el paso del tiempo veinticuatro cubos de agua golpearán a nuestro hombre, uno por minuto, como metáfora de un día de su existencia. El encargado de ejecutar esta acción es un personaje vestido de negro, la monotonía, que se apropia de nuestras vidas en un momento u otro. El hombre tras cada golpe de agua sufrirá un revés que lo irá paralizando. Su cotidianidad se ralentizará hasta llegar a un punto muerto pero, súbitamente, suena de nuevo la sirena y el hombre debe volver a su no-refugio. Su cuerpo inodoro, incoloro e insípido se salva, aferrandose al mundo exterior auspiciado por su mágica coraza social, mientras la monotonía ocupa su lugar en el cubo de tiza, esperando su regreso.
No hay tiempo que perder. Vestirse rápido es la unica solución. Abandonar el barco lo más aprisa posible. El sabe que volverá a caer. Todos sucumbimos de nuevo tarde o temprano. Y nunca habrá solución.
Texto: Sandra Rayos/Emi Wilcox